Xifoides


Dijo una vez Orad, la poeta:

Si la persona con la que duermes es la misma con la que te gustaría dormir, tú, sí entendiste la vida.

Y replicó Lizandra, el escribidor:

Si la persona con la que escribes es la misma con la que te gustaría escribir, tú, también entendiste la vida.

Desde entonces, ambos, comparten vida y letras. La primera, a caballo entre Cedramán y el Grau. Las segundas, las que cada sábado elige la RAE como palabra del día; con ella, el reto, en el que solo corren ríos de tinta, está servido.

Bienvenidos a nuestras letras.

Hoy, en su particular duelo, os traen Xifoides: dicho de un apéndice cartilaginoso, de forma puntiaguda y que constituye el extremo del esternón del ser humano. La RAE lo eligió como palabra del día el 01 de febrero de 2019.

Xifoides

—¿Eso es sangre? 

La pregunta de Marián me produjo una gran dosis de inquietud. No es habitual encontrar gotas de sangre en una remota pista forestal, pero no hay que desesperar. Lo último que debemos hacer en esta situación es perder la cordura. Me agaché despacio. 

—Eso parece —respondí tratando de aparentar el aplomo que había estado a punto de perder. La toqué. Todavía estaba fresca. 

Esta mañana, a pesar del frío que se notaba en el ambiente de la habitación y del fuerte vendaval desatado afuera, había comenzado de forma inmejorable. Todo lo bien que puede hacerlo cuando comienza sin tener que apagar el despertador, con sexo mañanero y una ducha reparadora antes de desayunar. 

Superamos, con nota, la prueba del desayuno. El resto del día era imposible que fallara; al menos no debía hacerlo por los días que llevábamos para planificarlo. Hoy tocaba excursión; un largo paseo, todo cuesta arriba, hasta llegar a la cima de la Peñarroya. 

Agua, bocadillos, pañuelos de papel para emergencias, la imprescindible navaja de cualquier excursión campera y unos prismáticos. Un último repaso me sirvió para comprobar que no faltaba nada de lo que teníamos que llevar. 

Solo faltábamos nosotros. Botas, guantes, fular para el cuello y chaquetas de abrigo. 

Algunos buitres nos sobrevolaron nada más pisar la calle; sin duda se acercaron para desearnos una buena ruta. Sus alas, curvadas hacia atrás, y la velocidad con la que se movían por el aire, nos daba una idea de las rachas de viento que nos esperaban por las alturas. No pude resistirme a sacar los prismáticos. 

—A veces creo que los miras más a ellos que a mí. Nunca sales de casa sin esos binoculares, te vas a acabar destrozando el xifoides. 

Sonreí. Ella tenía la certeza de que solo tenía ojos para mirarla. Luego caí en la cuenta de la última parte de la frase. Fruncí el ceño y la miré extrañado. 

—¿Qué coño es el xifoides? —pregunté. 

Dejó escapar una de sus risotadas. 

—Ah… es el cartílago que forma el extremo del esternón. —Alargó la mano y la introdujo por debajo de los prismáticos para darme unos golpecitos en el pecho—. Este es —dijo. 

Hice el ademán de perseguirla; le pone tan inquieta que siente la necesidad imperiosa de correr. Lo hizo, pero no era rival para mí y no pudo avanzar ni dos metros. Enseguida zanjamos el incidente entre risas, con una serie de manoseos incontrolados y una retahíla de besos. 

Algo cambió el “buenrrollismo” del que estábamos haciendo gala; encontrar esa primera gota de sangre. 

Si por lo menos hubiera sido capaz de intuir el riesgo. Marián lo hizo. Lo intuyó. Pero yo no… erre que erre, el montaraz, tenía que seguir adelante aunque las gotas de sangre llevaran nuestro mismo camino. O nosotros el de ellas. 

Cada vez más gotas. Cada vez más sangre. Cada vez más fresca. 

Tardamos en llegar al origen del rastro. Cuando lo vimos, al salir de una curva del camino, estábamos tan cerca de ellos que era imposible imaginar que no pudieran percatarse de nuestra presencia. He dicho ellos; podría haber empleado aquellos. Imposible saber qué tipo de seres eran. Iban vestidos, sí, pero sus movimientos, sus facciones, su forma de interactuar entre ellos no tenían nada de humano. La única certeza que albergamos fue que se estaban dando un festín. 

No teníamos nada que hablar. Agarrados de la mano, muy despacio, tratamos de rebobinar nuestro camino sin que nos vieran. 

¡Clac! 

Apenas fue un crujido insignificante en medio de sus gruñidos y del ventarrón desatado que amenazaba con arrancar hasta a los árboles más corpulentos. Suficiente para que todos reaccionaran como si se tratara de un único ser. 

Sentir decenas de ojos clavados en nosotros hizo que un escalofrío recorriera mi espalda. Creo que a Marián le ocurrió algo parecido porque sentí sus uñas clavarse en mi mano… 

—Ha sido un sueño —dije nada más abrir los ojos. 

Reconocí el techo, las paredes, el cuadro sobre el cabecero, la cómoda enfrente junto a la puerta, el perchero con ropa. Nuestra habitación. 

Como si no hubiera pasado nada. Marián, a mi lado, seguía sin despertar. Sus habituales resoplidos daban fe de lo a gusto que estaba durmiendo. 

En la mesilla, como siempre, velaban mi sueño un cuaderno y mi estilográfica. Me encanta sentir su roce con el papel para escribir. «Una excelente historia para uno de mis relatos», pensé mientras los agarraba. 

Tenía hasta el título del relato: xifoides. Poco rato después lo tenía terminado. 

La puerta de la habitación se abrió con tanta fuerza que golpeó con estruendo contra la pared. Tras ella estaba la horda. Esa que tanto nos aterrorizó en el sueño, si eso era lo que había sido. 

Miré a mi lado; Marián acababa de despertar. Sus ojos estaban abiertos como platos.

David Lizandra

Xifoides

Yerba verde que convive con el suelo.

Sol que templa los huesos de los aquí tumbados.

Huele a ser amado.

El cielo más azul que en la playa es la colcha de este tálamo improvisado.

¡Que mis húmeros, cúbitos y radios, falanges,

tengan envidia de mi xifoides;

posa, afortunado, tu testuz en mi pecho, acomódate!

¡Vuelve tus manos rojas, indóciles y curiosas!

Y abre mi cielo,

que así, voy perdiendo el frío.

Àngels Orad

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