21 de mayo de 2019

Parecía un día tranquilo. De esos en los que mi nieto se entretiene con algo que no sea yo: un cocodrilo, dos dinosaurios y un tiburón. No me preguntéis por qué le gustan esos bichos. No tengo ni idea.

Conseguí abrir el portátil, responder los correos y echar un vistazo rápido a las redes pero sin entretenerme. Por supuesto, después de volver de la compra y de la hora aproximada que pasamos en los columpios. Los macarrones al fuego y la salsa cocinada no requerían mucha atención, salvo apagar la vitro cuando la pasta estuviese al dente (entre nosotros, solo lo consigo el 2% de las veces).

Y, a las 13:20 es cuando sucedió. Me alejé un momento del ordenador y estuve en la cocina unos dos o tres minutos. Os juro y prometo que nada más. El tiempo de mezclar los macarrones con la salsa de tomate y darle al «off».

Me vuelvo a sentar mientras mi nieto me mira desde la otra punta del salón. Muy quieto. Muy, muy quieto. Es raro, pero tras escudriñar la sala no observo nada extraño. El niño rehúye mi mirada, es pequeño (no tiene aún ni dos años) y por eso no lo relaciono con la culpabilidad.

Retomo mi tarea y... ahí está.


Intento arreglarlo pero no soy capaz. Esta tarde tengo reunión de la comunidad de vecinos y no puedo faltar. Teniendo en cuenta los precedentes, no volveré hasta las once de la noche, cabreada, cansada, frustrada y con el teclado estropeado.

Ya si eso, empezaré mi novela otro día. No me pierdan de vista, será maravillosa.

Felisa Bisbal

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